Mucho le exige la ley a los trabajadores del puerto y a los estibadores, como si fueran ellos los custodios solitarios de la justicia, los cuales, como sombras errantes, deben rendir cuentas de sus más mínimos pasos, mientras los que ostentan el poder parecen haberse convertido en ciegos que todo lo ven y nada corrigen. ¡Ay, qué extraño mundo es este, donde la ley parece estar de paso, y el orden, cuando se menciona, ya es un eco lejano!
En el puerto de Cádiz, antaño un bastión de orden y vigilancia, se siente en el aire una quietud que no es de paz, sino de abandono. Las normativas, que deberían ser como las cadenas que atan las voluntades más desmesuradas, parecen flotar en el aire como vapores invisibles, incapaces de tocar a los que, por alguna razón misteriosa, se creen por encima de su alcance. La autoridad, que en tiempos pasados hizo temblar la tierra bajo los pies de aquellos que osaban quebrantar las reglas, ahora se desliza por los pasillos del puerto como un espectro sin cuerpo, sin voz, sin alma.
Es un puerto donde el policía portuario, aquel que debería ser el baluarte de la ley, se ha convertido en un triste espectador de la decadencia. Su función, noble en su origen, se ve despojada de su esencia, ya que, en lugar de velar por el cumplimiento de las normas, parece haber sido relegado a la categoría de guardamuelle. Sus manos, que deberían mantener el orden, están atadas por la misma burocracia que envenena el aire y corrompe los principios. Nadie se atreve a levantar la voz, ni siquiera ante lo evidente, como si el miedo a la acción fuera mayor que la vergüenza de la inacción.
Y en medio de este marasmo, la pregunta se alza como un faro solitario: ¿por qué se exige tanto de los que más tienen que perder, y tan poco de aquellos que tienen todo por ganar en el quebranto de la ley? ¡Oh, cuán dichosos aquellos que, como sombras, se deslizan por el puerto sin que nadie se atreva a recordarles el peso de sus responsabilidades! Mientras los más humildes deben someterse a las leyes del hierro, aquellos que deberían velar por la justicia parecen tener la capacidad de transformar las normas en una débil sugerencia, como quien murmura palabras al viento.
Aquí se muestra la contradicción más flagrante: ¿cómo se puede contar para la formación con aquellos que consideran las normas meros adornos, y la prevención de riesgos, la letra de un pasodoble? ¡Cuánto se invoca el cumplimiento, y qué poco se entiende su verdadero peso! El problema no está en la falta de formación, sino en la falta de conciencia y voluntad. Las leyes y normativas no son apenas una forma de llenar papeles, sino un pacto con la seguridad, con la vida misma. Pero, en este puerto, se ha llegado a considerar que las normas no son más que un mal necesario, algo que se menciona para quedar bien, pero que se desoye en la práctica con la misma facilidad con que se olvida la letra de un pasodoble una vez terminado el concurso.
Y aquí llegamos a la mayor ironía que se vive en este puerto: la famosa "libre competencia" proclamada como la solución a todos los males. ¡Qué hermoso suena ese lema en los oídos de quienes sólo ven el beneficio en la superficialidad de las palabras! Se habla de la libre competencia como la piedra angular que debe regir todos los aspectos de la actividad portuaria, pero lo que realmente subyace en ella es la competencia por la incompetencia. Aquí no se compite por la excelencia ni por la calidad, sino por el derecho a vulnerar las normas sin consecuencias, a burlar las regulaciones con el beneplácito de quienes deberían velar por su cumplimiento.
La "libre competencia" ha dejado de ser un principio que fomenta el progreso, para convertirse en un escape para aquellos que no tienen el mínimo interés en el cumplimiento de las normativas, sino en el beneficio rápido a costa de la seguridad y el orden. Se pregona la competencia, pero lo que realmente estamos viendo es una competencia por la incompetencia, donde quien más incumple, quien más huye de las responsabilidades, es el que consigue salir adelante. Este es el triste espectáculo que se vive en el puerto de Cádiz, donde la justicia se ha transformado en una mera formalidad, y la eficiencia en una palabra vacía.
La "libre competencia" no es la fuerza que impulsa el progreso, sino una mascarada que encubre la verdadera naturaleza de la situación. Lo que debería ser un principio que promueve el bienestar de todos, en realidad fomenta la precariedad. La competitividad, en lugar de traducirse en mejores condiciones laborales, en innovación o en seguridad, se ha convertido en la excusa para permitir que unos pocos se beneficien de la falta de regulación y control. Este falso principio de "libre competencia" nos ha llevado a una forma de esclavitud moderna, donde la capacidad de evadir la ley se premia, y la exigencia de cumplimiento solo se impone a los más vulnerables.
La "libre competencia" que nos venden es tan libre como la "libertad" de no cumplir ninguna norma ni ley, tan libre como la posibilidad de falsificar documentos sin que haya repercusiones, tan libre como el poder de hacer lo que les plazca sin que nadie les ponga freno. Este no es un modelo de competencia, es un modelo de incompetencia respaldado por quienes deberían ser los garantes del orden. No estamos ante un sistema que fomente el progreso ni la mejora, sino ante un sistema que premia la evasión de las responsabilidades.
Así, el puerto de Cádiz, ese espacio que alguna vez fue un ejemplo de orden y prosperidad, se convierte en un refugio para la impunidad. Aquí se hace patente la paradoja de quienes, sentados en sus tronos, dictan normas para los demás, pero son incapaces de aplicar las suyas propias. La inseguridad se agranda, no porque no existan las leyes, sino porque la ley se ha convertido en un disfraz vacío, una etiqueta sin contenido.
Este puerto, que alguna vez fue un faro de prosperidad y ejemplo de orden, se encuentra hoy sumido en el caos más absoluto, donde el ruido del incumplimiento ahoga los susurros de la justicia. Y mientras tanto, aquellos que deberían actuar permanecen en silencio, mirando hacia otro lado, como si el sol de la verdad no les tocara en su camino.
Oh, qué desdicha es vivir en un lugar donde la ley se convierte en un sueño lejano, donde la autoridad es un eco olvidado, y donde los que deberían defender el orden se convierten en cómplices de su ruina.
Seguro que si Teo supiera todo esto, no lo permitiría. Pero como no salimos del túnel, nadie le cuenta lo que está pasando fuera.
Así, con una sonrisa amarga, el puerto de Cádiz avanza, como quien camina por un sendero sin regreso, arrastrando consigo las sombras de su pasado y la incertidumbre de su futuro. ¿Será este el destino que merecemos? Solo el tiempo lo dirá, pero mientras tanto, que nadie se atreva a pedir más sacrificios a los que, día tras día, con esfuerzo y sudor, siguen cumpliendo su parte del pacto de la ley.
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